Por Nicolás Ferrera

Sentimiento latinoamericano

“Una de las cosas que perdimos en Caseros, fue la costumbre de escribir y pensar como latinoamericanos. Bolívar, San Martín, Artigas, Moreno, Monteagudo, Rosas, etc. todos escribían y opinaban como americanos. Después de la caída de Rosas eso se terminó: como semicolonias, los países perdieron ese sentido americano.”
John William Cooke

domingo, 26 de agosto de 2012

El héroe colectivo


Aquella mañana del 27 de octubre de 2010, Carlos se prestaba a desayunar tranquilamente en su casa –como lo hacía siempre- en compañía de su esposa Rocío, una mujer de 46 años que había quedado efectiva como portera de una escuelita del barrio, y acompañaba al matrimonio Chichi, el perro de la familia. Horas antes de sentarse a disfrutar de unos mates calentitos con la “patrona” –como gustaba llamar Carlos a su esposa cuando estaba de buen humor- había llegado del baile su hijo Agustín de 22 años, quien sin hacer ningún ruido fue encarando para su habitación directo a dormir.

El sol entraba por las cuatro ventanas que daban al pequeño patio poblado de variadas plantas de diversos colores, hojas y flores que perfumaban la casa entera, ubicada en el barrio La Tablada, en la zona sur de Rosario; Carlos y Rocío asistían a aquel espectáculo cotidiano, tan sencillo pero revelador, desde hace 23 años, cuando se casaron y pudieron realizar el sueño de tener la casa propia. En aquel entonces, en pleno inicio de la década menemista, el país vivió años de privatizaciones y políticas de vaciamiento del Estado que culminaron con miles de personas desocupadas, y Carlos lo sabía muy bien, ya que él fue uno más en el continuado desfile de trabajadores expulsados de sus puestos de trabajo.

A las diez y media de la mañana de ese miércoles sintoniza Crónica –como lo hacía siempre- y se entera que Néstor Kirchner había muerto. La placa negra que tenia frente a sus ojos era intimidante e impactante, en aquel momento cualquier palabra que se diga estaba de más; no daba tiempo a asimilar el golpe y la tristeza invadía el alma de manera tal que quemaba en la piel. Los ojos saltones de su mujer eran dos océanos, las lágrimas no paraban de caer sobre el mantel blanco que habían puesto sobre su mesa esa mañana para esperar al censista de la mejor manera posible.

En ese momento, la incertidumbre ganó terreno sobre Carlos y todo lo que lo rodeaba: su familia, sus compañeros de trabajo, los vecinos, el club de barrio, los jóvenes, el resto de los trabajadores, en fin, todos aquellos a los que él consideraba compañeros. La palabra “compañero” significaba para el hombre un punto de encuentro y asimilación con otros que compartían los mismos lugares de participación y de realización diaria. De todos modos, con esa gran cantidad de significados que daban sentido a su existencia, Carlos se encontraba solo, sumido en un profundo dolor.

  La transición del mediodía a la noche fue una larga carrera de llantos, puteadas , memoria y lamentos. Su hijo Agustín –que militaba políticamente- les había contado a sus padres que se iba al Monumento para encontrarse con sus compañeros; “yo voy”, dijo Carlos sin dudarlo ni un segundo, se puso de pie, beso a Rocío y se fue con su hijo.

Al llegar encontró el Monumento a la Bandera colmado de norte a sur, de este a oeste, adornado con banderas que no paraban de agitarse, personas que coreaban a viva voz “Yo soy argentino, soy soldado del pingüino”, grito de guerra que desprendía el pueblo concentrado y se apoderaba del mítico lugar. Carlos apreció todo esto, lo guardo en su retina y en su corazón como un tesoro, era lo que daba sentido a su vida, era parte del héroe colectivo que estaba naciendo: todo el dolor que lo había abrumado desde el conocimiento de la muerte del ex Presidente Néstor Kirchner ahora se tornaba en un fuego incontenible, lleno de fuerzas para “bancar lo que venga”, como gustaba decir a este viejo laburante de la zona sur de Rosario.

Esa noche fue reveladora para Carlos y para los miles que se concentraron en el Monumento: compartieron el dolor por la partida del hombre que les había devuelto la esperanza de creer en la política, en que un país mejor era posible y que había reinsertado en la discusión económica los intereses de la clase trabajadora por sobre todas las cosas. Observó las caras de los jóvenes que lo rodeaban y encontró todas las respuestas a la incertidumbre que lo había desanimado durante el día: aquella respuesta se llamaba militancia.